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lunes, mayo 30, 2005

La casa en ruinas...

...sin embargo permanece. Expropiaron la tierra, pagaron a los herederos, y sin embargo aún lo la han derruído. Persiste como un tumor. Yo a veces consigo olvidarla, como si no existiera, pero existe. Vaya que si existe. Tiene hasta dirección: C/ C.R. nº 44-46. Cualquiera puede verla, y el tendejón con ladridos y el prado con palmeras.
Cualquiera que no tema a los demonios puede entrar al prado y cualquiera que sea capaz de soportar el asco puede entrar en la casa.

Sólo me gustaría que desapareciera, que no fuera más que el motivo de un cuento. A todos los que la conocen les gustaría, incluso a los que viven dentro, aunque esos no se sabe muy bien si aún son personas o ya han comenzado su monstruosa metamorfosis. No creo que las personas puedan soportar eso. Ni siquiera los perros, cuando tienen alma, son capaces de hacerlo. Los niños sí, porque los niños pueden soportar cualquier cosa. Cuando eres niña piensas que la vida es así porque no puede ser de otra manera y lo soportas. Yo ya no.

Ojalá fuera valiente para acabar con todo, o lo suficientemente buena para perdonarlos, ojalá no sintiera que su misma sangre miserable me recorre y pudiera por fin olvidar del todo y para siempre, mientras Descansan En Paz entre los escombros mis cuentos de hadas y mis dos vestidos de novia.
Ojalá no sintiera odio o lo sintiera tan intensamente como para maldecirlos o denunciarlos ante las leyes de dios y de los hombres.
Ojalá pudiera destruirla con mis manos y abandonar la culpa.

Sólo un favor. Si alguno que me ama pasa por delante de esa casa, que se santigüe para el perdón de mis pecados.

domingo, mayo 29, 2005

Mi pequeño animal



Al principio me enfadé mucho con ella. ¿Cómo demonios se atrevía a hacer eso? No. Ella no. No después de Que me parta un rayo. No tenía derecho. Ningún derecho ¿Cómo podía sacar un disco como ese, deslabazado, donde casi no se oía su voz? ¿Qué se creía? Que podía de un golpe de melena borrar todas las esperanzas, que podía cerrar ese nuevo grifo, con lo escasas de agua que andábamos entonces.
Que me parta un rayo lo habíamos comprado a medias aquel verano, aunque abandoné todas las enseñanzas de mi madre acerca de educación y renuncia y terminé por quedármelo para mí. Nos pasamos ese verano de despedida de la infancia escuchándola. Ella fue lo último que tuvimos en común y nos aprendimos todas sus canciones, una por una. La de F. era Ni una maldita florecita, la de T. Las suelas de mis botas y la mía Tengo una pistola (ya sabes, por si un día todo falla), y en la última obra de fin de verano en el salón de actos de aquel colegio bailamos cada una su canción y dijimos discretamente adiós.
Todavía con los labios pintados de un color muy intenso cuando pintarse los labios era un juego de niñas y besarse era otro juego de niñas, sólo para ver que sé se sentía al rozar una lengua con la otra. Christina era una más. Siempre estaba. Ese verano había tocado, porque todos los veranos nos obsesionábamos con algo (ya fuera una película, una telenovela, una actriz, una canción o un disco) y ese año había sido ella. Nos tenía absolutamente extasiadas. Nunca tuvimos, ni antes ni después, nada tan en común como esa cinta.

El verano acabó y nos volvimos a separar y supongo que aquello fue el final, porque mi abuelo se jubiló y ya no pudo vivir en la casita de encima del colegio, ni nosotras pudimos jugar a dioses por entre los algarrobos, los hibiscos, las buganvillas y mil plantas más de las que ya no recuerdo el nombre, en ese patio inmenso lleno de recovecos, galerías y azulejos decadentes.
No fue un final doloroso, porque estaba ella, Christina, que nos acompañó a la salida y nos dio un beso –uno de esos besos de los adultos, que llegan a compartir saliva– y no nos prometió que fuera a ser fácil, pero sí que estaría con nosotras. En todo momento. Que no nos abandonaría.
Sin embargo sentí un pequeño abandono, una pequeña pérdida cuando llegó Mi pequeño animal, después de esperarlo tanto tiempo. Esas canciones no brillaban como las otras, como las que sonaban mientras nosotras niñas mordíamos algarrobos y arrancábamos flores de hibisco y bailábamos para el querido público con los labios muy rojos y los zapatos de tacón de mi tía.
Me empeñé en que me gustara. Soy buena en eso, cuando me empeño en que me guste algo –una película, una música, un hombre– lo acabo consiguiendo, al menos por un tiempo. Esta vez me empeñé en Mi pequeño animal y, bueno, me aprendí dos canciones y media (dos canciones: Flores raras y Alicia sueña que baila, y media: Muertos o algo mejor) y elegí una favorita: Al fin sola, al fin loca. Es muy importante cuando te empeñas en que te guste algo elegir lo favorito.

Al verano siguiente F. tenía otra copia de la cinta. También la había comprado, pero ella nunca necesitó engañarse en esas cosas y dijo claramente que no le había gustado nada, que le había “decepcionado”, así, con esa palabra tan ofensiva. Yo la defendí lo mejor que pude, pero estábamos de nuevo las tres y de nuevo en el radiocasete estaba Christina, pero ya no nos sentíamos unidas ni a ella entre nosotras.
Cada cual había cogido su camino, F. la florecita, T. las botas y yo la pistola. Inútil intentar compartir música. Nunca hemos vuelto a hacerlo.

Cuando ya me había empapado suficientemente de él (o eso creía) dejé Mi pequeño animal a un lado y salí a vivir. Olvidé la cinta, pero de pronto me descubría cantando sus canciones, y de pronto empecé a entender muchas cosas, a saber hasta qué punto podía confiar en mí misma y hasta dónde era justo soportar la traición. Me enseñó a sentir esa soledad de llave de gas abierta o de bailar sola y a descubrir poco a poco y demasiado tarde mi propio pequeño animal o ir tatuando mi habitación lentamente hasta que me creyera con derecho bastante sobre ella para poner condiciones “pídeme perdón antes de acostarte en mi habitación”. De repente vi la despedida incluso de las cosas que empiezan o incluso de las cosas que no tienen derecho a acabar “llegamos a jurar que esto nunca pasaría”.
Pude sentir mis huecos con la voz necesaria, como los niños que leen historias de miedo para poder darle forma concreta a su temor, y pude exigir “no me prometas lo que no vas a cumplir, sé que hay mentiras que duele decir”, porque no eran mis palabras, porque con mis palabras jamás me hubiera atrevido a exigir eso. Después de esa exigencia el chico oscuro me contestó “no cites a Christina. Es cáustica”, siempre tan preciso en el dominio del lenguaje, pero yo no podía ya renunciar a ella, y no sólo para cantar a saltitos “tú por mi” mientras volvía a casa.

Empecé tarde a darme cuenta de su valor, de lo duro que es abandonar las canciones brillantes o los bailes en el patio del colegio y aceptarlo todo, incluidas la locura y la decepción, incluídas las disonancias. Pero al final fue cierto, que no me iba a abandonar, que siempre estaría conmigo intercambiando la saliva en los momentos necesarios.
Luego Cerrado y ella que siempre quiere ser una mujer fatal, pero con zapatos rojos para poder salir de casa y otra nueva exigencia que jamás hubiera podido pronunciar yo sola: “dame algo que no pueda perder”, y mi pequeño animal que ya no tiene miedo de abrir la boca. Ya ni siquiera tiene miedo a decepcionar.

miércoles, mayo 25, 2005

Pasaje



Las niñas pierden su virginidad en el hotel Pasaje, junto al puerto deportivo, en la habitación del Dr. Freud.

Allí nacen nuevas mujeres valientes, que compran predictor, píldoras y condones en la farmacia de debajo de mi casa y ya no usan maquillaje Margaret Astor ni beben solamente Cocacola.

Las niñas pierden su virginidad en el puerto, con hombres que llegan de muy lejos, del mar del otro lado, para arrebatarles el tesoro que su mamá custodió tan firmemente. Atraviesan la frontera observando los barcos que se marchan.

Desde la habitación del Dr. Freud se divisan los barcos y el horizonte. Las niñas miran por la ventana mientras se terminan de quitar la ropa.

martes, mayo 24, 2005

Vasos apretados

Con los bolsillos llenos de aceitunas negras vuelvo a casa. Tendré que quitarme las trenzas y lavarme los dientes a conciencia para volver a saber quién soy. A veces se me olvida, aunque sin zapatos de tacón a veces canto canciones muy viejas y en francés, esta vez sobre una mesa de billar y sobre la voz de Edith Piaf, pero calló Edith Piaf y quedé yo sola y las paredes me arroparon como el vaso de vino que casi rompo muy apretado entre las manos. Entonces de repente soy Edith Piaf sin darme cuenta y me quitaron el vaso muy fino para que no se rompiera pero me dieron aceitunas negras para mis bolsillos vacíos.

domingo, mayo 22, 2005

Ella y el tren

Ella le miraba fijamente en el tren y le deslizó una nota, casi como en un cuento. Le ofrecía historias de pies descalzos sobre baldosas y un sitio junto a dos chicas con dos sonrisas. Él no pudo negarse. Él no se niega nunca a nada, pero esta vez fue imposible hacerlo, no tuvo ni siquiera elección.
Ella no sabía nada, no sabía que un marinero rubio y polaco con pocas nociones de español le había amado aquella noche sobre el césped más cuidado de la ciudad, no sabía sus mil noches con mil hombres en camas diferentes, su gusto por las historias de unas horas que se terminaran antes del amanecer -porque es demasiado íntimo preparar un desayuno para dos-, su manía por profanar cuerpos prohibidos. Él prefirió no decírselo. Las chicas tienen un cuerpo tan diferente, necesario descifrar aquello y uno no siempre se siente lo bastante hombre para la lencería de encaje y los zapatos de tacón y es menos doloroso morder la almohada que sentirse impotente o poca cosa.
Él siempre tuvo debilidad por los trenes, las miradas furtivas con desconocidos en los trenes y eso de no saber en qué parada se va a terminar todo. Un tren y un libro escogido con cuidado y su mirada penetrante aunque siempre al borde de la inocencia, aferrado a la inocencia. Ella tomó la comunión en su casa, una comunión de bizcocho de chocolate y oporto pero una comunión al fin y al cabo. Su última cena. A él le gusta subir al púlpito, y tomar el cáliz entre las manos y dar de sus manos la comunión a mujeres y niños. Los hombres no, porque él es un hombre y los hombres son como él y por tanto no tienen nada admirable. No dan miedo. No infunden respeto.
Él dudaba, es difícil sentirse libre cuando se tiene miedo y pensaba que sería de otra manera, que una noche borrachos los dos en un portal o incluso una cama, o una amiga que ya conociera toda su historia, que no se sorprendiera y a la que no tuviera que dar explicaciones. Alguien sin pasado ni futuro o alguien que supiera ya todo el pasado. Pero no así, no una mujer surgida de un tren y queriendo tomar un té con luna llena. Valiente para pedir una luna llena y un té y sólo con pedir eso todo se empezó a tambalear. Tampoco pudo negarse, pero sigue teniendo miedo. Quién puede estar a la altura de una luna llena y de un cuerpo tan diferente al propio y de una mujer que desliza notas en los asientos de los trenes...

sábado, mayo 21, 2005

Necesidad

-Bueno, entonces te tendré que regalar un móvil. Dijo con resignación.
No es posible andar sin móvil tal como están las cosas, y creo que si desaparecieran los mensajes me quedaría llorando siete días con sus siete noches sin parar. Luego de seguro encontraba alguna solución, pero no me puedo permitir perder tanta agua. No es bueno para mi sed.
Compró pavimentos color “colonial albero” para su casa y luego fuimos a ver el agua pintada huyendo del agua pintada intentando buscar la salida escaleras arriba, encontrándonos de bruces con paredes angostas que nos acongojaron. Vámonos de aquí. Por dios, vámonos de aquí. Y fuimos a dar a La vieja majadera, una tienda llena de cosas inútiles y poco ponibles y siempre demasiado caras.
-La verdad es que no quiero regalarte un móvil por tu cumpleaños. Es tan soso... Prefiero regalarte algo de color. Necesitas color. Necesitas ponerte color.
La verdad yo tampoco quería que me lo regalara, así que después de probar chaquetones morados de seda, gorros rojos y verdes de raso y sandalias con suela de madera nos llevamos un poncho lleno de colores. Azul y verde y rosa y naranja y blanco y granate y rojo pero sobre todo azul que todavía huele a incienso. “Te queda muy bien", me dijo, “Te quedan bien este tipo de cosas”, y bueno, llegará un momento en que me resigne del todo a prescindir del fondo de armario, a darme cuenta de que sólo me quedan bien las prendas absurdas y siempre difíciles de poner y combinar.
Por la noche fuimos a ver las bombonas de gas y las grúas y las fábricas llenas de luces y las minas de carbón a la luz de una luna casi llena, escuchando a Lisa Ekdahl, el disco que compró por la portada, y cantando open door bajo un cielo que se había vuelto azul entretejido entre los hilos de mi poncho de colores, donde se enganchan todos los anillos, incluida la luna. En algún momento me empecé a dar cuenta de que era mucho mejor elegir los colores por el nombre, la música por la foto, los lugares por las grúas, que eran mejor las bombonas de gas que las galerías de arte y sobre todo, que son mucho más necesarios los colores que los móviles.

miércoles, mayo 18, 2005

SED

Todas las fuentes de Roma no fueron suficientes. Bebí con ansia porque yo o bebo con ansia o no bebo, no sé beber agua como las personas normales, pero ni aún así. Incluso hundí el morro en la Fontana de Trevi paciendo imágenes en blanco y negro, casi a escondidas para que nadie se diera cuenta de la transformación en unicornio que sufro de vez en cuando. Pero no fue posible calmar la sed, no hubo bastante agua en todo el Tíber y tú lo sabías, que no iba a ser bastante. No entiendo por qué sabes esas cosas, pero ya me resigné a no entenderlo, a asumir simplemente que lo sabes y punto, a no mirar detrás de mi hombro por si estás ahí, medio escondido a media sonrisa. Me resigné a que tú sí vieras el unicornio, sólo a veces, tan insólito como las tormentas en el desierto.
Esta vez tan intensa como mi sed tan roja tan al borde de algo, en el tránsito del abismo y ¿cómo es posible que alguien pueda regalar Iguazú? yo creía que no se podía, que había que ir hasta el fin del mundo para beber aquello. No necesité agacharme esta vez para tocar el agua, me la pusiste directamente entre los labios... Mi cuarto sin ventanas pero cada postal es una fuente, un poquito de agua para mi sed eterna.

sábado, mayo 14, 2005

Subasto mis zapatos de tacón


Posted by HelloNo se deben regalar los regalos, y fueron un regalo que no voy a regalar. ¡Los subasto! ¡Al mejor postor! Pueden empezar a pujar por ellos, damas y caballeros. Este hermoso fetiche puede ser suyo. ¡Niños! ¡Niñas! Os cambio estos zapatos por vuestras bolsas de caramelos, por vuestras canicas, cromos, miniaturas, por vuestra colección de azucarillos. Sobre estos 12 cm de tacón envejecí 12 años, me hice mayor en medias de red cuando todavía niña. No me los pienso volver a poner. Jamás. Ahora son de quien quiera o pueda pagarlos. Yo no necesito ser más alta.
En perfecto estado. Seminuevos. Número 36, señoras y señoritas, anímense, nunca encontrarán una oferta como esta. Denme sus corpiños, sus lápices de labios, sus frascos vacíos de perfume. Quedarán muy bien en el salón, encima de la tele, o en la terraza para plantar nomeolvides llenos de tierra, o colgados de la rama del árbol de navidad.
No sirven para caminar sobre la arena, pero rompen el asfalto, desgarran el parquet, se sentirá como una poderosa heroína de cómic, se lo aseguro. Más alta y más esbelta que nunca. Niños, podréis jugar con ellos a ser mayores. Son el objeto imprescindible para cualquier juego. Convierta su sueño en realidad.
Pueden empezar a rascarse los bolsillos, a pelearse encarnizadamente por ellos. Todo vale. Se abre la subasta.


Lo siento tanto.

viernes, mayo 13, 2005

El Gato


El Gato Posted by Hello
Fue uno de sus primeros cuadros, éste sin fantasmas, limpio, nadie se lo esperaba. Otras veces le da por emborronar el lienzo con miles de cosas, pequeñas personitas y monstruos que no saben qué coño hacen ahí embarullados los unos con los otros. Pero El Gato está solo, de frente a todos los demás, a los que no creen en él y también a los que le tienen miedo. El Gato no se esconde y quizá por eso me gustó tanto.

Nunca fue capaz de vender nada, ni cuadros, ni novelas, ni muñecas rusas, ni broches de arcilla con forma de tortuga. No le gusta vender, así que lo único que hay que hacer es ser la primera en ver el cuadro y preguntar ¿me lo regalas? antes que nadie. Entonces es tuyo. Con El Gato no me hizo falta ni preguntarlo. Él ya sabía que era mío. En aquellas paredes blancas lo único que me atreví a poner frente a mi cama fue este cuadro. Así, sin enmarcar. Decían que era inquietante, que cómo podía dormir con eso. Yo me pregunto cómo pude dormir sin él, más tarde, en otro cuarto, cuando tuve que renunciar a su presencia o cuando lo presté por unos meses.
Pensé que no necesitaba darle las buenas noches en la penumbra, que fuera la última mirada antes de dormir y la primera mirada al levantarme. Pensé que era mejor hablar con las personas, o besar unos labios o hacer el amor o quizá rezar padrenuestros a la manera antigua “perdónanos nuestras deudas” que dormir con El Gato frente a frente. Al principio no me importó prestarlo, pero luego empecé a notar un hueco, como el hueco que deja la gente en el sillón cuando se marcha o se muere. Igual no la llegas a echar de menos, pero está ese hueco, incómodo y solemne y es muy difícil saber vivir con huecos y el gato dejó esa clase de hueco en el sillón inexistente.

Regresó envuelto en bolitas de aire y por fin todo volvió a recobrar su calma. Lo coloqué sobre el hilo de pescar que recolecta mis pendientes desparejados en una pared que ya no es blanca, en una habitación que quizá está siendo la mía. Me gusta que no se conforme con una mirada de soslayo, que exija que me pare frente él, sin miedo, o con miedo pero con resignación al miedo. Medio a oscuras El Gato guarda silencio. En realidad sé que no puede vivir sin mí, y eso me enorgullece, aunque también sé que vivirá cuando yo ya no esté, y se acurrucará perezoso -como todos los gatos- en el hueco del sillón que deje cuando me vaya y entonces a nadie le incomodará mi ausencia.

miércoles, mayo 11, 2005

A todos los rotuladores

Sería demasiado fácil decir que se puede clasificar a las personas en dos grupos. También demasiado falso, a pesar de los apocalípticos y los integrados de Eco o mi propia agrupación en “personas-goma” y “personas-rotulador”. Hay cientos de objetos para la escritura pululando por el mundo. Seguro que a poco que busquemos encontramos personas-pluma, personas-taja o incluso personas-tinta china. Pero bueno, eso será otro día sutil que me de por detenerme en los matices. A veces sólo veo gomas y rotuladores por todas partes.
Las gomas son las que borran del mundo todo lo que no les gusta, de manera que deja de afectarles por completo. Sólo queda un hueco un poco sucio donde una vez existió algo doloroso o vulgar. Toman sólo lo que les interesa y lo demás desaparece a fuerza de empujarlo a derecha y a izquierda, a derecha y a izquierda. Metódicamente. No creáis sin embargo que desprecio a este tipo de personas, pocos son los que pueden vivir con todo el mundo alrededor, sin olvidar de vez en cuando ciertas cosas, sin hacer como si nunca hubieran existido. Yo misma he borrado tantísimos momentos... momentos ineludibles y palabras pronunciadas de una vez y por siempre y luego escamoteadas como el pirata que al trazar un mapa se cuida muy mucho de tapar con mar azul la isla maldita, aquella donde perdió la pierna. Quizás también aquella donde escondió el tesoro, porque los tesoros tienen algo de muerte a sus espaldas.
A las personas-rotulador las admiro profundamente. Es tan difícil... parece como si al nacer les hubieran puesto en la mano un rotulador fluorescente, uno de esos de colores chillones que utilizan los niños y los estudiantes de derecho y entonces van señalando todo lo que les gusta del mundo. Las frases, los libros, las fruterías, los abismos, las piedras, también los árboles encima de los tesoros... cosas que carecían de importancia, en las que nadie se había fijado antes y que los rotuladores se empeñan en subrayar una y otra vez. Saben de sobra que hay cosas que carecen de brillo injustamente, de un brillo que sólo ellos son capaces –no sólo de ver-, sino de enseñar. Cualquier objeto cotidiano se vuelve algo maravilloso en sus deditos-rotuladores y entonces permanecen a salvo de que llegue cualquier goma despiadada e intente aniquilarlos.

martes, mayo 10, 2005

Pasado

El blanco y negro es el color de nuestros recuerdos, del pasado, a pesar de que intentemos representar los colores cada vez más brillantes o llenar la pantalla del ordenador con babuchas de cuento para elegir el color exacto cada día. Los colores son cosa de un instante, luego queda su resto en gris, en matices de gris tan poderosos como el vestido gris-rojo de Jezabel. Los colores colman pero se desvanecen como una fotografía puesta al sol.
Antes de irme saqué la lata de las fotografías. Es una caja octogonal también roja donde no cabe nada más. El puñado de fotografías que ella eligió para intentar reunir algo parecido a una familia. En algunas su propia cara está cortada. Nos contaba que se miraba al espejo y que no reconocía en sus rasgos nada de sus padres, así que se atormentaba pensando que la cogieron de debajo de un puente, abandonada por los gitanos. Pesadillas infantiles pero ella siempre tuvo pesadillas y quizá también siempre fue una niña tratando de encontrar el camino a casa.
Yo había olvidado casi todos los nombres. Ella de vez en cuando sacaba su lata roja y nos iba relatando los personajes y las historias de cada fotografía. Una a una, sus pequeños tesoros (secretos, como han de ser los tesoros). Los colores desvanecidos tenían un olor raro, como de flores secas. Cerré la caja y me fui, pero me llevé el blanco y negro en los ojos. También Roma olía un poco a flores secas, en paredes que habían ido guardado todos los olores durante siglos para conservar tan sólo el resto sepia de flor seca en las fotografías antiguas.
Todo volvió a ser igual que antes, igual que hace miles de años. Apenas destruido, sólo se habían borrado los colores. Lo demás permanece, para que podamos pasar una a una las fotografías de nuestras latas de galletas, con la esperanza de que alguien la abra de vez en cuando y recuerde que una vez supo todos esos nombres, que una vez las fotografías contaban una historia.

jueves, mayo 05, 2005

Fronteras

Demasiadas noches sin soñar, así que tuve un poquitín de fiebre. No mucha, lo estrictamente necesario para el delirio. Desde el fin del mundo ya nunca nada volvió a ser igual. Lo intentamos, intentamos volver, intentamos llegar a la frontera (el único lugar para volver) hasta intentamos emborracharnos. Ni el mezcal ni el tequila ni la cerveza consiguieron nada más que asustarme al día siguiente en el cuarto de baño. Nos quedamos atrapadas a través del espejo. Hay momentos que marcan una inflexión en la vida, que a partir de ellas nada vuelve a ser igual, que transforman cada objeto cotidiano en algo nuevo y nos enseñan a sentir de otra manera, como si nuestro corazón creciese de repente. Lhasa es uno de esos momentos sin tiempo y nunca conocí a nadie tan generoso encima de un escenario, con una generosidad que llega a sonrojarte, porque yo no, yo siempre algo egoísta y nunca tan desnuda como ella aunque lo intento cada noche.
Esta noche se terminó a las 5 de la tarde, cuando el sol de la calle daba tanto calor como mi cabeza. Me queda un día y medio para ir en busca de otros cielos, cielos pintados, cielos antiguos, porque el pasado siempre está ahí, esperándonos siempre tan fotogénico. Cruzaré la frontera con DNI y Pasaporte y todos los papeles en regla y una maleta diminuta en la que no quepa absolutamente nada.