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domingo, mayo 29, 2005

Mi pequeño animal



Al principio me enfadé mucho con ella. ¿Cómo demonios se atrevía a hacer eso? No. Ella no. No después de Que me parta un rayo. No tenía derecho. Ningún derecho ¿Cómo podía sacar un disco como ese, deslabazado, donde casi no se oía su voz? ¿Qué se creía? Que podía de un golpe de melena borrar todas las esperanzas, que podía cerrar ese nuevo grifo, con lo escasas de agua que andábamos entonces.
Que me parta un rayo lo habíamos comprado a medias aquel verano, aunque abandoné todas las enseñanzas de mi madre acerca de educación y renuncia y terminé por quedármelo para mí. Nos pasamos ese verano de despedida de la infancia escuchándola. Ella fue lo último que tuvimos en común y nos aprendimos todas sus canciones, una por una. La de F. era Ni una maldita florecita, la de T. Las suelas de mis botas y la mía Tengo una pistola (ya sabes, por si un día todo falla), y en la última obra de fin de verano en el salón de actos de aquel colegio bailamos cada una su canción y dijimos discretamente adiós.
Todavía con los labios pintados de un color muy intenso cuando pintarse los labios era un juego de niñas y besarse era otro juego de niñas, sólo para ver que sé se sentía al rozar una lengua con la otra. Christina era una más. Siempre estaba. Ese verano había tocado, porque todos los veranos nos obsesionábamos con algo (ya fuera una película, una telenovela, una actriz, una canción o un disco) y ese año había sido ella. Nos tenía absolutamente extasiadas. Nunca tuvimos, ni antes ni después, nada tan en común como esa cinta.

El verano acabó y nos volvimos a separar y supongo que aquello fue el final, porque mi abuelo se jubiló y ya no pudo vivir en la casita de encima del colegio, ni nosotras pudimos jugar a dioses por entre los algarrobos, los hibiscos, las buganvillas y mil plantas más de las que ya no recuerdo el nombre, en ese patio inmenso lleno de recovecos, galerías y azulejos decadentes.
No fue un final doloroso, porque estaba ella, Christina, que nos acompañó a la salida y nos dio un beso –uno de esos besos de los adultos, que llegan a compartir saliva– y no nos prometió que fuera a ser fácil, pero sí que estaría con nosotras. En todo momento. Que no nos abandonaría.
Sin embargo sentí un pequeño abandono, una pequeña pérdida cuando llegó Mi pequeño animal, después de esperarlo tanto tiempo. Esas canciones no brillaban como las otras, como las que sonaban mientras nosotras niñas mordíamos algarrobos y arrancábamos flores de hibisco y bailábamos para el querido público con los labios muy rojos y los zapatos de tacón de mi tía.
Me empeñé en que me gustara. Soy buena en eso, cuando me empeño en que me guste algo –una película, una música, un hombre– lo acabo consiguiendo, al menos por un tiempo. Esta vez me empeñé en Mi pequeño animal y, bueno, me aprendí dos canciones y media (dos canciones: Flores raras y Alicia sueña que baila, y media: Muertos o algo mejor) y elegí una favorita: Al fin sola, al fin loca. Es muy importante cuando te empeñas en que te guste algo elegir lo favorito.

Al verano siguiente F. tenía otra copia de la cinta. También la había comprado, pero ella nunca necesitó engañarse en esas cosas y dijo claramente que no le había gustado nada, que le había “decepcionado”, así, con esa palabra tan ofensiva. Yo la defendí lo mejor que pude, pero estábamos de nuevo las tres y de nuevo en el radiocasete estaba Christina, pero ya no nos sentíamos unidas ni a ella entre nosotras.
Cada cual había cogido su camino, F. la florecita, T. las botas y yo la pistola. Inútil intentar compartir música. Nunca hemos vuelto a hacerlo.

Cuando ya me había empapado suficientemente de él (o eso creía) dejé Mi pequeño animal a un lado y salí a vivir. Olvidé la cinta, pero de pronto me descubría cantando sus canciones, y de pronto empecé a entender muchas cosas, a saber hasta qué punto podía confiar en mí misma y hasta dónde era justo soportar la traición. Me enseñó a sentir esa soledad de llave de gas abierta o de bailar sola y a descubrir poco a poco y demasiado tarde mi propio pequeño animal o ir tatuando mi habitación lentamente hasta que me creyera con derecho bastante sobre ella para poner condiciones “pídeme perdón antes de acostarte en mi habitación”. De repente vi la despedida incluso de las cosas que empiezan o incluso de las cosas que no tienen derecho a acabar “llegamos a jurar que esto nunca pasaría”.
Pude sentir mis huecos con la voz necesaria, como los niños que leen historias de miedo para poder darle forma concreta a su temor, y pude exigir “no me prometas lo que no vas a cumplir, sé que hay mentiras que duele decir”, porque no eran mis palabras, porque con mis palabras jamás me hubiera atrevido a exigir eso. Después de esa exigencia el chico oscuro me contestó “no cites a Christina. Es cáustica”, siempre tan preciso en el dominio del lenguaje, pero yo no podía ya renunciar a ella, y no sólo para cantar a saltitos “tú por mi” mientras volvía a casa.

Empecé tarde a darme cuenta de su valor, de lo duro que es abandonar las canciones brillantes o los bailes en el patio del colegio y aceptarlo todo, incluidas la locura y la decepción, incluídas las disonancias. Pero al final fue cierto, que no me iba a abandonar, que siempre estaría conmigo intercambiando la saliva en los momentos necesarios.
Luego Cerrado y ella que siempre quiere ser una mujer fatal, pero con zapatos rojos para poder salir de casa y otra nueva exigencia que jamás hubiera podido pronunciar yo sola: “dame algo que no pueda perder”, y mi pequeño animal que ya no tiene miedo de abrir la boca. Ya ni siquiera tiene miedo a decepcionar.

2 Comments:

At 29 mayo, 2005, Blogger cen said...

Bonita historia. No conozco esas canciones, pero me ha gustado el texto.

 
At 30 mayo, 2005, Anonymous Anónimo said...

En los tiempos en que un débil eco decía: "cuando creees que me veees cruuzo la pareeed, hago chaaaas y apareeezco a tu laaadooo"... yo sentenciaba que la finita "no era finaaa, sino estreeecha; y pon otra cerveeeza que a la prooóxima seráaa".

 

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