Loza
Ella no lo sabía, yo no se lo había dicho así que tengo que pensar que no lo sabía y supongo que esa fue la razón por la que le pareció un regalo estúpido. No sabía de mis días blancos frente al plato demasiado lleno o de mi mareo al atravesar el pasillo para llegar a la cocina, tropezando con todas las paredes, o de la música siempre insuficiente para poder estar acompañada, o de mi manía por escuchar canciones tristes mientras hundo el cubierto en algo sólido, o de mi dificultad para saber en qué bocado ya estoy llena y ya es suficiente y puedo dejar de comer. No conoce que tengo miedo a la cocina cuando estoy sola, miedo al gas o a caerme desde las banquetas o a no saber dejarlo todo limpio. Miedo a terminar la comida y miedo a que se pudra en la nevera. Miedo a no saber qué preparar. Pero sobre todo ella no sabía que a veces sin querer me da por pensar que no merezco tener hambre. Así que puede ser esa la razón por la que se avergonzó un poco de su regalo, de sus tres platos coleccionados de la revista Diez Minutos con frases de El Quijote que siempre me sonríen cuando como, que no me dejan caerme de las banquetas, ni tropezar con las paredes como un borracho y mucho menos pensar estupideces.
La salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago.
Todas nuestras locuras proceden de tener los estómagos vacíos y los cerebros llenos de aire.
El camino no se puede seguir sin antes descansar y gustar del buen yantar
je hais les dimanches
Como una ceremonia, justo en la frontera aunque es difícil atravesar las fronteras. Nunca sabes qué se va a transformar exactamente y es necesario trazar un plan meticuloso para sobrevivir. Los domingos son inexcusables, mejor ponerse la camisa nueva y hacer como si tuviéramos algo que celebrar. Nunca sabemos bien si celebrar el final o el principio, pero en el fondo vienen a ser lo mismo, el fin del mundo y el año nuevo. El mundo que nunca se termina, sólo atraviesa una y otra vez sus propios finales.
Siempre llegaba tarde a misa y ahora sigo siendo torpe con las ceremonias, incluso con los domingos y no era capaz de pararme quieta y pronunciar las frases exactas y sentarme cuando era necesario pero ahora quieta, sentada, a salvo y aprendidas ya todas las frases y es curioso que siga siendo igual de torpe para sobrevivir domingos.
(Caballitos de cartón)
Ya podéis descargaros mi
programa.
(post autodestruíble)
El final de los libros.
Leí El Mago obstinadamente, noche a noche, con la promesa firme de que cuando terminara a Fowles terminaría también aquella historia, los restos que aquella historia había dejado en el borde de mi cama. Había hecho la misma promesa tanto tiempo antes, con Ada o El Ardor, y había sido mi primera promesa casi inconsciente, como un juego fatal porque los libros se terminan y las historias se terminan y a mí nunca me da pena ni miedo terminar un libro pero ese sí, ese quedaba quieto, agazapado en la estantería, recordándome siempre que no importaba lo que tardara en leerlo, que él ganaría, que llegaría hasta el final.
Me obligué a mí misma cuando al fin fue posible, cuando estaba sola y sabía que podía sobrevivir, porque estaba sobreviviendo, a duras penas, y me obligué a la única compañía hostil, la compañía que se iba agotando a cada página en Madrid en agosto y con mamá agotándose también página a página, dejando de existir mientras yo cortaba zanahorias en oblicuo, grababa películas de Truffaut, leía Ada o El Ardor y me despedía aunque procuro que no se note cuando me estoy despidiendo.
Con El Mago fue más sencillo. Nunca me gustó y sólo al principio pensé que era real, en seguida la mascarada empezó a parecerse demasiado a sí misma. Una mascarada resulta agotadora cuando se alarga mucho, y las máscaras se pegan tanto a la piel que molesta arrancárselas, y sigo arrancándome las tiritas y las máscaras poco a poco, nunca de un tirón, y sé que así es peor, que duele más, pero no puedo o no quiero evitarlo. Lo leía casi a oscuras, sólo por la noche, me negué a que me hiciera más compañía de la estrictamente necesaria.
Hoy ya olvidado El Mago. Obediente, se quedó en su isla donde el tiempo no pasa sino que se acumula y permanece, y bajo mi almohada un libro que no tiene final, que conoce de sobra los finales, pero que guarda un sitio al que escapar, un lugar secreto que existirá por Siempre Jamás.
De ambos.
Venganza
Escribiré los versos más hermosos y los esconderé donde jamás llegues a encontrarlos.
Esa será mi secreta venganza.
mis colores
Soy azul por fuera y amarilla por dentro. Supongo que soy azul porque vivo al lado del mar, aunque desde la ventana sólo se puede oler, o tal vez porque pisé (si es que se pueden pisar esas cosas) un océano y dos mares desde el vientre de mamá, quizá porque desde este lugar de cielo siempre gris el azul es un color que se tiene que inventar, obstinadamente, y a fuerza de inventarme azules se me quedaron en la piel. También puede ser por aquel día en Tenerife, cuando dijeron que había una lluvia de estrellas y nos quedamos toda la noche mirando para el cielo, un cielo oscuro pero azul, y creo que me transformé un poco, porque a veces las transformaciones son fulminantes, como el día que dejé de ser cuidadosa tras no entender un partido de baloncesto o el día que descubrí la ira mordiendo una diadema fucsia en el asiento de atrás del renault 5.
El amarillo es más fácil de explicar, lo adquirí a fuerza de comer limones. Primero exprimidos sobre una hoja muy grande y muy verde de lechuga, luego mordiéndolos del fondo de los vasos de refresco, porque lo que más me gustaba del refresco era morder el limón. Por último me lo bebí en infusión, “carioca da limao” le dicen en Portugal y es lo más parecido a beber amarillo puro.
Una vez mordí un limón entero, gajo a gajo, del árbol de quien me recomendó Limones Amargos aunque nunca llegué a leerlo, sólo morder los gajos uno a uno de aquél limón amargo y sin embargo tan necesario como amarillo.
Hay quien no se da cuenta, y dicen que soy verde, que mis manos son verdes y mi sexo es verde y mis dientes son verdes como los de la mora y que mis ojos también son verdes y mis pies, sobre todo mis pies, son verdes. Verde como la piel de las manzanas o como las hojas o toda Asturias siempre verde. Es tan evidente el verde, tan fácil, tan obvio, sólo si miráis con atención os daréis cuenta de que el verde y yo somos dos colores.
Elecciones incómodas
Al final te quedaste en casa. Igual fue falta de valor o exceso de vergüenza o simplemente que no habías terminado de separar los granos de arroz de los granos de lentejas o que tus zapatos de petigrís que una mala pronunciación convirtió en incómodos zapatos de cristal se negaron a escaparse de tus pies. En francés es casi lo mismo vidrio que petigrís que verso que verde que gusano.
En la cocina, desmenuzando chicharros en lugar de desnudarte sobre una mesa de billar tan verde tan brillante, quizá nunca te cegaron los brillos de la noche porque siempre los conociste demasiado bien o fue que los conociste de madrugada, cuando ya están opacos.
Tus discos en francés allí, al otro lado, donde se quedó Gilda y Edith Piaf y Lili Marlene y Afrodita y Belle de Jour y François Hardy y Chavela Vargas y María Félix y todas las mujeres que quisiste ser algún día, en lugar de desmenuzar pescado con manos elegantes, recién lavadas para no parecer un perdedor.
2 6
Siempre que se acerca me pongo un poco triste. No es que me moleste cumplir años, al contrario, me gusta atravesar etapas del camino y más soplando velas. Ayer se cumplió uno de mis
deseos y pude respirar hondo, llenando los pulmones, caminando hasta cerca de la frontera para declamar en voz alta la Oda Marítima en portugués, qué más da que piensen que estoy sola. Los poemas se leen en voz alta, y más con un idioma como el portugués que tiene tanto de mar. Al lado del mar las cosas pesan menos, pero todavía el sur queda muy lejos y es imposible aprender el último hechizo si no se alcanza el sur.
Brilla tanto Pessoa que sólo puedo leerlo con los ojos limpios, y ahora la única manera digna de limpiar los ojos es mirar en los de los demás, aunque a veces da miedo tanto vacío. Es un camino largo aprender a entender ese vacío, a amar ese vacío, porque todos nosotros tenemos algún agujero en el que resulta tentador esconderse.
El sábado un año más y los zapatos plateados ni siquera caerán por fin en el desierto, en nuestro desierto, en el paisaje más desolador y más hermoso... no esperando ningún milagro, porque descubrí ya que esperar milagros era lo que me ponía tan triste.
Paloma
La casa empieza a hablar cuando vacía. Mi piel quemada roja por el sol de la tarde. El de la mañana fue amable justo cuando Dorothy atravesó el campo de Amapolas. Yo caminé en esparto hasta la orilla del mar para leer el Mago de Oz y mi piel no se quejó. Sólo más tarde, en la terraza, con el té y cosas pendientes, entonces sí me quemé.
Esta tarde monté a Paloma, a pelo, y era un animal hermoso y hasta nos quisimos un poco. No sé montar a caballo, pero me dio confianza, y levanté mi vestido naranja de estrellas hasta que mis bragas rozaron con su pelaje “isabelino”. Cabalgué sólo un poquito, lo suficiente para recordar que soy un animal, que amo a los animales, que me entienden, que sé montarlos aunque nadie me haya enseñado, que yo también entiendo su cariño.
Ahora un poco de hipo y no encontrar mis gafas que nunca encuentro entre cosas que no son del todo mías, pero hoy cabalgué con los muslos desnudos rozando su grupa, quién lo iba a decir, y lo demás importa más bien poco.
Soy poderosa y fuerte y sé mantener mi desnudez sobre una yegua nerviosa y puedo abrazarla y sentir amor, porque mi corazón es grande y es capaz y esta casa un día estará limpia y ordenada y por fin podré marcharme sin sentimiento de culpa. Sé abrazarme al cuello de un animal hermoso y ser hermosa de repente. Sí. Sé hacerlo.