Image hosted by Photobucket.com

sábado, junio 18, 2005

El final de los libros.

Leí El Mago obstinadamente, noche a noche, con la promesa firme de que cuando terminara a Fowles terminaría también aquella historia, los restos que aquella historia había dejado en el borde de mi cama. Había hecho la misma promesa tanto tiempo antes, con Ada o El Ardor, y había sido mi primera promesa casi inconsciente, como un juego fatal porque los libros se terminan y las historias se terminan y a mí nunca me da pena ni miedo terminar un libro pero ese sí, ese quedaba quieto, agazapado en la estantería, recordándome siempre que no importaba lo que tardara en leerlo, que él ganaría, que llegaría hasta el final.
Me obligué a mí misma cuando al fin fue posible, cuando estaba sola y sabía que podía sobrevivir, porque estaba sobreviviendo, a duras penas, y me obligué a la única compañía hostil, la compañía que se iba agotando a cada página en Madrid en agosto y con mamá agotándose también página a página, dejando de existir mientras yo cortaba zanahorias en oblicuo, grababa películas de Truffaut, leía Ada o El Ardor y me despedía aunque procuro que no se note cuando me estoy despidiendo.
Con El Mago fue más sencillo. Nunca me gustó y sólo al principio pensé que era real, en seguida la mascarada empezó a parecerse demasiado a sí misma. Una mascarada resulta agotadora cuando se alarga mucho, y las máscaras se pegan tanto a la piel que molesta arrancárselas, y sigo arrancándome las tiritas y las máscaras poco a poco, nunca de un tirón, y sé que así es peor, que duele más, pero no puedo o no quiero evitarlo. Lo leía casi a oscuras, sólo por la noche, me negué a que me hiciera más compañía de la estrictamente necesaria.

Hoy ya olvidado El Mago. Obediente, se quedó en su isla donde el tiempo no pasa sino que se acumula y permanece, y bajo mi almohada un libro que no tiene final, que conoce de sobra los finales, pero que guarda un sitio al que escapar, un lugar secreto que existirá por Siempre Jamás.
De ambos.