Casa de los sueños
Desde la ventana del salón se ve el bosque, y en los días claros a lo lejos se divisa el penal. Asturias tiene una sola cárcel y un tren de paradas que comunica Oviedo con Gijón y que no siempre para en esa cárcel. M. vive casi en el bosque, al pie del penal, en una casa exquisitamente decorada.
Desde el bosque vienen los espíritus y los zorros, pero M. no tiene miedo, para que el zorro no atacara a las gallinas le dejaba todos los días un plato de comida al lado del corral. Dos gruñones solitarios, ninguno se mete en la vida del otro. Por lo menos antes era así, hacía mucho tiempo que no pisaba aquella casa, y aún no he tenido el valor suficiente para ir yo sola. M. conoce demasiados secretos, y tengo miedo de que se cree por casualidad un clima íntimo y de repente le dé por contármelos. Hay cosas que sólo sabe él y es mejor que sea así.
Nos sentamos frente a la ventana. El sol pegaba fuerte, en los ojos. Tenía que cerrar los ojos para resistir el sol, pero no quise que corriera las cortinas. En el sótano sin embargo unas cortinas rojas lo dejaron todo en penumbra. Reconocí al ficus, el mismo que llegó a ocupar todo mi salón y entonces decidió mudarse hasta su casa. Estaba precioso. Se ve que se encontraba tranquilo. Cuando se tiene la conciencia limpia la soledad del bosque da paz a las almas errantes. Sobre la mesa la tetera en la que M. me enseñó a preparar el té. Nunca me pude explicar por qué un ceramista tenía una tetera tan fea, como de señora mayor un poco hortera, con una hiedra como asa. No comprendía que las teteras son como sueños, retazos de realidad fuera del tiempo que se vuelven de pronto algo físico. No se pueden elegir.
Recuerdo cuando tomamos té por primera vez. Yo tenía 15 años y era verano y dije “yo lo preparo”. Cuando M. vio que había arrojado las hojas en el agua hirviendo puso el grito en el cielo. Se enfadó. Tiró aquel mejunje con desprecio y me miró extrañado: -pero ¿cómo? ¿no sabes hacer té? Después empezó a enseñarme y me regaló mi primera tetera. De color mostaza con algo de rojo por el fondo y llena de historia y de costra marrón en su interior. Daba un té delicioso. Dijo que empezara con esa, que ya estaba preparada y que ya me haría otra.
Era pequeña, justo para dos tazas y tenía un olor único y un tacto como de abrazo. Le contaba todos mis secretos. Bueno, no todos, hay secretos que no soy capaz de contar ni siquiera a las teteras, pero ella entonces fisgaba mis papeles y los leía. La verdad, era un poco indiscreta, aunque lo cierto es que yo le dejaba los papeles cerca, como olvidados, para que los leyera sin tener que contárselos. A veces me daba un té amable, dulce, otras áspero, otras demasiado frío y demasiado fuerte, para que reaccionara. Es curioso, tenía más historia lejos de mis manos que dentro de ellas, pero yo la sentía tan mía, tan íntimamente mía...
Un día alguien rompió la tapa. “Tranquila”, me dijeron, “M. te hará otra”. Como si las teteras fueran sustituibles. Me quedé con sus ruinas un tiempo más, sólo para enseñar a las visitas. A la gente le gusta visitar las ruinas y comprobar que el té no sabía igual cuando lo hacíamos entre ella y yo. A dos voces.
Por fin un día la tiré a la basura. Papá siempre decía que no se deben guardar las cosas rotas. Pero da tanta pena, cuando sabemos que algo es único renunciar de repente. No siempre le hago caso, sé que tiene razón, pero es difícil deshacerse de las cosas, aunque estén rotas.
M. sabe de sobra que las cosas se rompen, que lo hermoso no dura para siempre y menos aún la cerámica. Está acostumbrado a pasarse horas en el taller y luego perder una pieza en cuestión de segundos. Además de enseñarme a preparar el té me enseñó esto otro: ni siquiera los objetos duran para siempre. Sería horrible si lo hicieron, no podemos amar cosas eternas.
Esta vez me preparó té de los monjes y charlamos de los mismos temas sin resolver que yo les escuchaba de pequeña. Siempre callejones sin salida y un poco de impotencia que sólo él sabe transformar en serenidad, porque sabe dar vueltas en el torno a una masa informe y que resulte algo nuevo y hermoso. Me enseñó la última pieza. La de ella. El último homenaje que se le rompió sin razón alguna en el momento de meterla a cocer. “No sé por qué rompió. Tiene el grosor adecuado, no lo entiendo. Debería tirarla. Sí. Debería tirarla”, pero ni siquiera M. puede siempre tirar las cosas rotas.
Al despedirme le dije “y mi teter...” antes de acabar la palabra M. me hizo callar, me llenó de promesas, dijo que en cuanto acabara el curso, que antes del verano o que antes de unos meses. En realidad no me importa no creerle. Las teteras, como los corazones, hay que reunirlas poco a poco para tenerlas juntas en el momento necesario. Y mi tetera estará lista en el momento necesario, y me beberé en cada taza los secretos que sólo M. conoce y seré capaz de contárselo todo, sin tener que recurrir a la cobardía de los papeles olvidados sobre la mesa. Y algún día quizá también ella se rompa y dejará caer todos nuestros secretos -los suyos y los míos- gota a gota.
2 Comments:
No hay que obsesionarse con ningún objeto. Las cosas tienen una función, y cuando dejan de cumplirla, a veces es mejor deshacerse de ellas...
Se nota cuando las palabras han hecho un largo recorrido, cuando han partido en bruto del corazón, y han recorrido la mente y el papel (o en este caso la pantalla), igual que el té crece en Zeylán, llega hasta tus manos en una bolsita y después hierbe junto al agua.
El resultado me ha permitido degustar las palabras como si las pudiera ver, oler y tocar.
La Tetera no deja de ser un recipiente lleno de cosas, pero las cosas se pueden guardar aún: palabras en un papel, o recuerdos en el corazón.
Un beso.
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