El artista del arte
Todo era un arte, desde el más pequeño de los detalles cotidianos hasta el acto más grandioso. Igual era amor desmedido, amor que se bastaba a sí mismo y por eso era tan difícil compartirlo o tan solo un miedo atroz a la vulgaridad. No soportaba las cosas vulgares, ni siquiera las grandes cosas vulgares, y la segunda noche ya colocó mi cuerpo como mandaba Rodin y en la tercera ya le había puesto una canción a mis gestos, y en la cuarta o la quinta ya interpretábamos los planetas de Holst enredados en el sofá y luego me fue enseñando frase a frase a Horacio Oliveira como si fuese él mismo, y sólo más tarde descubrí con horror de dónde venían esas frases a medio susurrar entre las sábanas.El arte de fregar los platos, el arte de planchar, la película de El Arte de Morir, que me explicó plano a plano, y el arte de hacer flores de papel que me fue enseñando porque yo al principio era buena alumna. El arte de enseñar a los niños la teoría de la relatividad. El arte del amor y de la guerra, el arte de los carboncillos y los pasteles porque nunca se atrevió con los óleos o el arte de tocar el bajo, o los teclado, o la batería o incluso la guitarra pero nunca el contrabajo, porque nunca llegaría a tocar como su padre y hacía que tocaba con la guitarra, como si la guitarra fuese un contrabajo de juguete.
El arte de copiar el arte y el cuadro del que me tuve que deshacer porque sangraba en la cabecera de mi cama y me llenaba la boca de un sabor metálico y salado.
Entré en ese mundo por la puerta grande. Yo, que siempre había querido ser una musa. Yo que había garabateado en un papel “nací para ser amada y me tocó ser amante” porque quería flores, y pinturas y música y versos dedicados a mí y quería inspirar a fotógrafos, a artistas y no tener que aprender a crear yo misma, a escribir, a cantar, a dibujar, a encuadrar, a buscar mis propias musas y enfrentarme a ellas, pelearme con ellas. Yo, que no quería ser de carne y hueso de pronto estaba exactamente en el lugar que había anhelado, era parte de un cuadro, de una melodía, era una creación a medio hacer, exquisita, magnífica. Yo, que me fui resbalando, escurriendo, avergonzando, dándome cuenta de que era vulgar y con tanto miedo a que no me soportara, a no ser tan digna como Klimt o Joyce o Miles Davis.
Con todo, nos amamos, a nuestra manera, pero era un amor que no nos necesitaba para existir, que le estorbábamos, que nos tenía asco.
4 Comments:
Finalmente elegiste el camino con corazón y la única prueba que vale es atravesar todo su largo y lo recorres mirando, mirando, sin aliento...
El amor no necesita nada para existir.
Al amor nada le estorba.
Al amor nada le asquea.
El amor es una palabra aguda que a veces se encuentra en pantallas y papeles. Y en los libros de historia, por supuesto.
Miles Davis era un drogadicto, a veces genial, la mayor parte de las veces perdido y guiado por la música, no valía gran cosa como persona. Las mujeres de Klimt son solo adornos. A Joyce no lo llegué a entender, por aquel entonces.
A tí te quería. Como te puedes comparar con esos, que no tienen la vida que tienes tu en una uña, que no tienen tus ojos.
No se escribir. No se hacer arte, si lo hubiera intentado, lo hubiera hecho mal.
Que estúpido, lo he hecho otra vez.
Lo siento.
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